El amplio período
helenístico, en la cultura y la filosofía nacidas en la Grecia clásica, tiene
la singularidad de reunir –a través de la lengua hegemónica, que es
precisamente el “griego koiné”
(común)- la herencia de una gran cantidad de tradiciones que se enraizan en las
culturas históricas de la zona del oriente mediterráneo y sus ámbitos de
influencia, desde los antiguos persas o la cultura hebrea, hasta las escuelas
filosóficas –como la Stoa, el Jardín, o la continuidad de la Academia y el
Liceo- directas herederas de la filosofía griega. Este sincretismo cultural y
religioso, al que debe unirse la aparición del cristianismo, es posible
precisamente por la existencia de esa lengua común. Pero por ello mismo,
también hay que tener en cuenta la introducción (a través de los conceptos del
griego koiné) de lo helenístico en la traducción de las obras de la antigüedad
no griega, siendo conscientes de que cualquier estructura lingüística da forma
también a su contenido.
Uno de los datos más
notables, en ese contexto, es la aparición de la Biblia de Los Setenta. La Biblia Septuaginta, o Biblia de los LXX, es la traducción
oficial al griego de los diferentes libros de la religión hebrea escritos en
hebreo y arameo, varios siglos antes de que estos fuesen “canonizados”
definitivamente para constituir la Tanaj
(versión oficial judía de la Biblia) y la actual versión del Antiguo Testamento (versión oficial
cristiana de la Biblia) que no coincide exactamente con la hebrea. Por ejemplo,
la versión canónica hebrea no incluye –entre otros- el Libro de la Sabiduría, que fue escrito originalmente en griego –por
un autor o autores judíos de la Diáspora,
que utilizaban ya la lengua
griega “koiné” propia de la época helenística- y que probablemente haya sido
escrito en el siglo I ac, es decir, incluso probablemente después de que los
primeros libros de la LXX –el Pentateuco- ya existieran en traducción
griega. Quiero decir con esto: que es probable incluso que los autores del Libro de la Sabiduría hayan leído los
libros fundamentales –la Torah- de
su versión griega y no de la original.
La mención viene a cuento
de algunos aspectos incluidos en dicho Libro…
Dicen los versículos 7.24-26 del Libro de la Sabiduría: “La sabiduría es más movible que todo
movimiento, se difunde y penetra en todo por su pureza. Porque es un efluvio
del poder de Dios y una efusión pura de la gloria del Todopoderoso, por eso
nada manchado entra en ella. Es el resplandor de la luz eterna, espejo
inmaculado de la actividad de Dios y una imagen de su bondad”. La Sabiduría (Jocmá, en la Biblia hebrea),
es divina porque está en Yavé y por tanto es trascendente; pero manifiesta y
hace presente a ese Dios en el mundo, por tanto es al mismo tiempo contingente.
Al regular el cosmos es la condición de probabilidad de una Ley común (nomos-Torá, que se relaciona
directamente con el logos –Palabra como “el decir” común:
Lenguaje: La Palabra de Dios-). Esta descripción de la Sabiduría que
aparece en el Libro bíblico (cuya
composición, recordamos, puede fecharse ya en época helenística) puede
interpretarse claramente como una hipóstasis divina, a la manera que luego
Plotino definirá al Entendimiento y el
Alma frente al Uno. No está claro que un
concepto así pudiese ser parte de la idea de Dios de la ortodoxia judía, parece
por tanto más bien una incorporación epocal. Lo menciono como un ejemplo de la
“helenistización” de los testimonios escritos de culturas anteriores (por eso
quizás, dicho Libro no figura en el
canon hebreo de la Biblia, a pesar de que –como dice el profesor J. A. Antón
Pacheco- es uno de los libros más judíos de la Biblia).
Este es el clima y la
realidad intelectual en la que se mueve Filón
de Alejandría, cuya vida coincide casi en el tiempo con la del propio Jesús
de Nazaret. Filón nace unos diez años antes y muere unos diez después. Es un
judío, pero que se ha criado y reside en Alejandría, en esos momentos el centro
de la cultura helenística. Filón –por razones de cultura religiosa- conoce a la
perfección la tradición hebrea (aunque, no lo olvidemos, a través de la
mediación de la Biblia de los Setenta, que es como dijimos una traducción al
griego koiné de los libros bíblicos en hebreo, en una época en la que aún no se
había establecido incluso el canon hebreo sobre los mismos). Pero al mismo
tiempo, su cultura es helenística, de carácter ecléctico, pero con base
filosófica en el platonismo y –por lo que se deja ver en sus obras- un arraigo
ético en el estoicismo.
Filón acepta el
concepto platónico de la separación entre el Mundo Inteligible (de las Ideas
platónicas) y el Mundo Sensible,
pero evidentemente no podría compartir, por su convicción religiosa, la idea de
un Demiurgo bondadoso que “copia” esas
Ideas y la reproduce en el Mundo Sensible, porque eso significaría admitir que
de ser Dios ese Demiurgo, estaría en una categoría ontológica inferior a las
Ideas mismas, lo que no es posible para un Dios perfecto. “Yo soy el que Es”, afirma taxativamente Dios en el texto bíblico.
Pero tampoco puede identificar a Dios con el Bien Supremo (o el Ser en
tanto que Ser, de Aristóteles), que en realidad es la concepción de Dios
para los filósofos griegos clásicos, porque ese Ser Supremo no actúa sino como
potencia primera de la realidad (en consecuencia, acto puro); pero no como Creador, que es una de las condiciones características del dios
judío (y luego judeo-cristiano). Si Dios es Creador, no puede además ser parte
del Todo que ha creado, como lo colocan las concepciones de la filosofía
clásica. La trascendencia absoluta de Dios, es una necesidad ya que un ser perfecto no puede tener mezcla con la
imperfección, y sobre todo, porque no puede ser él el creador del Mal.
Por lo tanto, Filón,
como judío, debe afirmar la idea de la distancia ontológica entre Dios y la
Creación, pero al mismo tiempo, por formación filosófica helenística, intenta
explicar la relación entre uno y otro (un problema que se le había planteado al
propio Platón al no poder explicar la relación entre el Mundo de las Ideas y el
Mundo Sensible, y que resolvió en falso mediante el mito del Demiurgo). La
solución que encuentra el sabio alejandrino, es afirmar el papel de Dios como
Creador de las cosas sensibles, pero a través de una serie de mediadores (es
interesante -en este sentido- el papel
central que ocupan en la obra de Filón los ángeles , que vienen a ocupar de
algún modo el lugar de las “inteligencias puras sin forma” de Aristóteles), de
los cuales el mediador que está en contacto directo con el propio Dios (quien
es incognoscible, aunque accesible a través de la experiencia mística) es el Logos (palabra, inteligencia divina que
se encarna en las formas, razón) que contiene todas las formas de los
Sensibles. De este modo, Dios no forma parte del mundo, que son sus criaturas:
el conocimiento no puede acceder
directamente más que hasta el Logos,
que se corresponde con el Mundo de las
Ideas platónicas, donde está el eidos
completo del mundo sensible. De este
modo, además, Filón se opone a otras afirmaciones que ponen a las Ideas en la
propia mente de Dios, lo cual significaría reintroducir al propio Dios en el
contacto directo con el Mundo de las Formas, lo cual no es aceptable para el
Dios Creador de la teología judía.
Para desarrollar ese
pensamiento, Filón realiza una exégesis sobre los textos bíblicos (recordemos
que siempre mediada por su traducción griega), que lo lleva a admitir muchos de
sus relatos como alegorías. Por ejemplo,
el sabio alejandrino interpreta los primeros versículos del Génesis, en los que Dios crea al mundo
en seis días (y descansa en el séptimo),
como una alegoría en la que se expresa (sin una secuencia cronológica en
sentido estricto) la parte ontológicamente primaria de la Creación, que es
precisamente la del Mundo inteligible
(las Ideas) que luego (ontológica y
no cronológicamente) tomarán las formas del Mundo
Sensible.
“Para que no pienses que la Divinidad, cuando crea algo sea
lo que fuere, lo hace en períodos determinados de tiempo, y para que te des
cuenta, en cambio, de que para la raza humana Sus actos creadores son
invisibles, ininteligibles e ininterpretables, añade "cuando fueron
creados"; sin delimitar en un determinado lapso ese "cuando";
debido a que no existe límite alguno en la adquisición del ser por parte de
cuanto es creado por la Causa. Queda, en consecuencia, refutado el aserto de
que la creación del universo duró seis días” (Liber allegoriae, libro I, 20).
Una heterodoxia bíblica que, seguramente, no habrá sido muy bien vista por los
regidores de su propia religión.
El doble relato del nacimiento del
Hombre, un detalle que suele pasarnos desaparecibido en la lectura “catecísmica”
del Génesis, daría un argumento muy plausible a dicha argumentación. En efecto,
podemos ver que Dios, en el sexto día de su creación, luego de haber hecho
todas sus criaturas, “creó al hombre a su imagen y semejanza” (Libro 1), y le dio poder sobre todo el
resto de la Creación. (De paso, aunque
resulte una digresión algo molesta, aprovecho para señalar un dato que
aporta José María Triviño, traductor de
las Obras Completas de Filón: en el
texto bíblico Dios dice “Hagamos al
hombre…” (en plural), lo que daría una pista sobre la participación de algún
“colaborador”, que Filón interpretaría precisamente como la participación del
Logos en la Creación). El Génesis termina dicho libro, tras el día de descanso
divino, con un “Tal fue el origen del
cielo y de la tierra cuando fueron creados”. Luego, sin embargo, en el Libro 2 se vuelve a contar el origen
del hombre y la mujer, con los detalles que se han hecho populares: hizo al
hombre del barro y le insufló su propio aliento para darle vida, hizo a la
mujer de una costilla de Adán, etc.
Filón interpreta –como dijimos- que
el Libro 1 del Génesis es una alegoría sobre el génesis de la primera de las
realidades ontológicas: el Mundo de las Ideas. “En efecto, se expresa en forma simbólica y llama "cielo" a
la inteligencia en mérito a que el cielo contiene las naturalezas que sólo ella
puede aprehender; y "tierra" a la sensibilidad por cuanto a ella cupo
ser un compuesto de forma corporal y de características más terrenas; estando
el mundo de la inteligencia constituido por todas las cosas incorpóreas e inteligibles;
y el de los sentidos por las corpóreas y por cuantas, en suma, se perciben a
través de ellos”. (Liber allegoriae,
libro I; 1.I). Por tanto, en el primer relato el Génesis establece la
creación del Hombre como Idea, que
luego tomará Forma concreta como se expresa en el segundo relato, del segundo
libro, en el que ya se cuenta cómo Dios –a través de la mediación del Logos- lo
“produce” ya no como idea sino como parte del Mundo Sensible. El Mundo Sensible
no es una “copia” de Dios (o del Mundo Ideal presidido por el Bien Supremo
platónico), sino la réplica de un modelo creado por Dios de la Nada, sólo
posible de ser aprehendido racionalmente (pero no a Dios, al que la razón no
puede alcanzar). Esta idea de un Logos
(Mundo Inteligible-Inteligencia-Razón-
Entendimiento-Palabra de Dios) creado por Dios como paso ontológicamente
previo a la creación del Mundo Sensible, se emparenta de forma evidente con lo
que habíamos señalado acerca de la Sabiduría
en el Libro de la Sabiduría bíblico
(que –como ya dijimos- probablemente también haya sido escrito en tiempos
helenísticos), y que registra la primera aparición de la idea de hipóstasis como solución a la relación
entre el Dios Creador perfecto y su Creación imperfecta. Ya que estamos,
aprovechamos para agregar que en algunas oportunidades (y desarrollando el tema
de los ángeles, que es una mediación también ontológicamente superior a las
Formas Sensibles pero inferior a la Palabra de Dios) Filón llama al Logos, archángelos (recordemos que arché es origen, de lo cual los ángeles
tienen su origen en el Logos).
Casi todos los
helenistas se ocupan de recordar que logos es originariamente la
sustantivación del verbo legein: decir, por lo que la traducción más adecuada no sería la
tradicional de Palabra, sino El decir.
Este “El decir”, en la lengua normal
de la Grecia arcaica (antes aún de que fuese una palabra de uso específicamente
filosófico), tenía su perfección en la acción del poeta (como el hacer zapatos
en el zapatero); y por eso el producto de su decir, que
originariamente se constituye en “el mito”, también se solía nombrar como Logos (lo que –de paso- cuestiona esa
tradicional idea de “el paso del mito al logos”). Legein,
tiene etimologías que podrían resumirse (p.ej. Martínez Marzoa) en una
significación para El Decir que
sería algo así como “el reconocer a cada
cosa su lugar”, “el dejar ser cada cosa en lo que es su ser propio”. La traducción más adecuada, entonces, a los
significados actuales, podría ser Lenguaje.
Logos,
sin perder su significado original de “el decir”, “palabra” o “lenguaje”, tal
como hemos puesto de manifiesto, a través del uso filosófico va adoptando también un sentido más amplio,
que sería análogo a la idea de “Razón” o “Entendimiento”, aunque en el lenguaje
filosófico ya se identifica este último concepto más bien con el de nous.
Sin embargo, la traducción latina del uso de logos en los textos
cristianos es Verbum, cuyo sentido
es mucho más directamente ligado a la palabra. Para Triviño, Filón parte de la
concepción del Logos estoico (“lazo o
nexo entre todos los seres sensibles que, extendido por todas partes, continuo
e indivisible, dirige el mundo como un piloto, uniendo y manteniendo la
cohesión de sus partes e impidiendo su dispersión en el vacío”). Pero
también incorpora la idea del Logos heracliteano, como “Logos divisor”, que al
diferenciar los contrarios evita que los rasgos distintivos de cada cosa se
mezclen y por tanto las cosas pierdan su individualidad. El Logos, máxima instancia de la realidad
que contiene –como en Platón- el eidos
de las cosas sensibles, requiere como instancia previa su Creación por parte de un Dios que por lo tanto está antes y extrae
el mundo de la Nada. Nos encontramos ante la primera aparición de la idea racional
de Creación como Producción Divina,
una idea que en el judaísmo está basada sólo en la fe y que en el cristianismo
no encontrará su desarrollo definitivo hasta Santo Tomás. Pero además, esa
explicación de la Creación introduce como elemento mediador entre Dios y el
Mundo Sensible la noción de Logos
(que para Filón parece equipararse al Mundo Ideal platónico, pero que a esa
altura del helenismo también tiene un abanico de significaciones mucho más
amplio, como ya hemos visto, Verbo,
Razón, Inteligencia, etc).
Evidentemente, este
sincretismo entre la tradición bíblica y la filosofía griega que se produce en
las interpretaciones exegéticas de Filón, va a tener otras expresiones en el
momento final del desarrollo de dicha filosofía clásica (con toda rotundidad en Plotino y sus tres hipóstasis del Uno, dos siglos después); pero también anticipa
algunos desarrollos de una cultura religiosa que por entonces está recién
conformándose, como es el cristianismo.
El breve pero inteligentísimo análisis del pensamiento filoniano que desarrolla
Felipe Martínez Marzoa en su Historia de
la Filosofìa, incide además en otro aspecto crucial de su exégesis bíblica,
que enmarcaría todas estas interpretaciones , y que no es otra que el de
mostrar el “misterio” (en sentido religioso helenístico) del camino del hombre
hacia Dios, cuyo fin es la Salvación.
Una interpretación que colocaría –dado el tiempo de coexistencia entre la obra
de Filón y los comienzos de la nueva religión cosmopolita (un término que ya
sabemos es de origen estoico)- también a esa obra como parte posible de la
fundamentación cristiana.
Pero ello excede el
objetivo de este trabajo, y desde luego excede en mucho mis posibilidades
intelectuales al menos por el momento, de manera que me limitaré al aspecto que
más me ha interesado, que es el de la introducción del Logos como Lenguaje (no como Palabra individual ni como lengua,
claro, lo que estaría señalado por la idea de Logos como Palabra de Dios, esto
es, estructura
de la realidad). Y en ese sentido, me gustaría terminar haciendo una
breve referencia al Evangelio según San Juan. El Evangelio según San Juan no
fue escrito por el propio apóstol San Juan Evangelista, como afirma la
tradición. Un análisis de su forma, estilo y contenido lo diferencia claramente
de los otros tres, que son de carácter más episódico; efectivamente, en este
caso particular se trataría más bien de un relato evangélico que pretende
sentar una doctrina, lo que indica que la religión cristiana primitiva ya iba
consolidando sus contenidos en busca de la construcción de un edificio
argumental más sólido que el de la secta
originaria. Se fecha la escritura de este evangelio alrededor del año 100 dc, aunque lo más probable es que haya sido
escrito en varios tiempos, como casi toda la literatura religiosa. Por tanto,
es casi inmediatamente posterior a la obra de Filón de Alejandría.
El Génesis de todas las
versiones de la Biblia comienza (al margen de sutilezas de traducción) con la
frase: “Al principio Dios creó el cielo y
la tierra”. La versión de la creación que a muchos nos suena más conocida,
sin embargo, es aquella que dice: “En el
Principio era el Verbo”, cuya traducción completa del primer versículo
presenta grandes polémicas, algunas de ellas incluso descalificada como herejía
por la iglesia (como la de los Mormones). La más aceptada suele ser –completa-:
“En el Principio era el Verbo (Palabra), y el Verbo (Palabra) estaba con Dios, y Dios era el Verbo (Palabra) (o: y el Verbo era Dios)” - en
arché en ho logos kai ho logos en pros ton theon kai theos en ho logos. Los
Mormones traducen “Y la palabra era un
Dios”, lo que evidentemente puede provocar indicios de politeísmo (si hay
“un dios” ese tiene que ser diferente de “el Dios”). “Todo fue hecho por él ni sin él nada se hizo” (se entiende que por
el Verbo-Logos), continúa el versículo.
Las traducciones utilizan, indistintamente, Palabra o Verbo, que en principio tiene el mismo
sentido. Esta versión del origen de Todo
es el comienzo, en realidad, del mencionado Evangelio
de San Juan, que como dijimos data aproximadamente del año 100 dc. El
Evangelio, como todos los demás, ya sabemos que fue escrito en griego koiné, idioma que coincide con la
traducción de la Biblia llamada “de los Setenta”, y que es evidentemente la que
conocía el autor del Evangelio, fuera quien fuese.
Las interpretaciones
más corrientes y aceptadas (al menos desde la canónica católica) identifican al
Verbo de ese primer versículo con Jesucristo, que efectivamente está con
Dios y es Dios al mismo tiempo, según la doctrina. Más adelante, Juan aclara
que “el Verbo se hizo carne” y por tanto descendió hasta los hombres para
dar testimonio de la Palabra de Dios,
que es él mismo, esto es, el Verbo
encarnado. Pero centrándonos en ese
primer versículo, lo que parece estar claro es que “todas las cosas fueron hechas
a través del Verbo”.
Vale la pena recordar
que el concepto de Espíritu Santo -esto
es, la tercera hipóstasis de la Trinidad,
junto al Padre y al Hijo (Verbo-Logos)-
no aparece claramente definida en La
Biblia, en la que aparecen conceptos como “espíritu de Dios” o “aliento de
Dios” (pneuma), pero que más
bien parecen ser cualidades del propio
Dios, y no personas con entidad propia. En el Evangelio de Mateo se utiliza por
primera vez con sentido trinitario en la fórmula bautismal (“yo te bautizo en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”),
pero la concepción de la Trinidad se estabiliza mucho más adelante en la
doctrina oficial cristiana, concretamente en el siglo IV tras el Concilio de
Nicea. Como sabemos, el cristianismo salva un posible politeísmo así como la
desdivinización arriana de Cristo, mediante una fórmula que tiene su origen en
la filosofía griega clásica, y que tiene una particular expresión en el
neoplatonismo de Plotino, la de las hipóstasis.
Dios sería “ousía” (sustancia) mientras
que la Trinidad (Padre, Hijo y Espíritu Santo) son “hipóstasis” (persona-entidad individual). Pero evidentemente eso no
estaba tampoco claramente establecido cuando se escribe el Evangelio de Juan
(incluso había cristianos que identificaban al Espíritu Santo con el Hijo, por
ejemplo).
El caso es, de todos
modos y volviendo a nuestra línea argumental, que la aparición del Logos en el origen del mundo creado por Dios de la nada, no está
contemplado en el Génesis bíblico, sino en el que probablemente sea el primer
texto que trata de fijar una doctrina del cristianismo. Esto es, en el filo entre los dos primeros
siglos de nuestra era, aparece en el
cristianismo definidamente la idea de
que Dios creó el mundo de la nada (principio básico de esa religión), pero no
directamente, sino a través del Logos
(si bien, como hemos dicho, el Logos es también Dios, y no una categoría
inferior). No creemos que sea forzar la
interpretación, admitir la posibilidad de que la idea de Logos mediador que se expresa en el Evangelio según San Juan sea un
eco de las exégesis bíblicas de Filón de Alejandría, que sin duda circularían
con profusión en el interconectado mundo intelectual helenístico.
Si el Logos como Palabra de Dios (equiparable, como hemos visto, al Mundo de las Ideas platónico, esto es el lugar
–o la estructura- en la que todo Ser
existe como Ser) es el que contiene (y por tanto, define) a la realidad, no
estamos asimismo tan lejos (sí en el tiempo, pero no en el pensamiento) de los
conceptos hegemónicos en la contemporaneidad filosófica con el predominio de la
función del Lenguaje como estructurante
de la realidad (desde Nietzche a Derrida o Foucalt, pasando por Wittgenstein,
Heidegger o el radicalismo de Lacan –“el
inconsciente se estructura como un lenguaje”- e incluyendo los nuevos hermenéuticos como
Gadamer o Vattimo). Pensar un hilo conductor desde Filón de Alejandría hasta el
posmodernismo filosófico, evidentemente puede parecer un mero entretenimiento
frívolo, pero al fin y al cabo lo bueno de la filosofía es –ante todo-
provocarnos a pensar.